Tan libre como fascinante recreación de la vida del monje y pintor de iconos Andrei Rublev, ambientada en la turbulenta Rusia del siglo XV, en la que se describen tanto las pobres condiciones de vida de los religiosos y campensinos de la época, como cuestiones relativas a la fe cristiana y las propias creencias del personaje que da título al film. Producida bajo el estricto régimen soviético, cuyo ateísmo oficial trajo consigo que el film sufriera problemas de censura y distribución, el guión fue escrito por el propio Tarkovsky y el también realizador Andrei Konchalovski. Sin embargo, a pesar del realista retrato de época, lo que realmente parece interesar al realizador es la faceta creativa del monje, de manera que realiza todo un alegato a favor de la libertad artística, describiendo los vaivenes que sufre el protagonista y cómo éstos afectan a su arte, con paralelismos evidentes con las desgracias que sufre el ser humano a lo largo de su vida y cómo las mismas llevan al religioso a cuestionarse los axiomas de su fe en cristo.
El director de fotografía fue Vadim Yusov, jefe del departamento de cámara de MosFilm en aquélla época y colaborador de Tarkovsky en su cortometraje “El Violín y la Apisonadora”, así como en los largometrajes “La Infancia de Iván”, el primer film del director, y “Solaris”, realizada años después del título que nos ocupa. Una decisión esencial a nivel estilístico fue la de rodar “Andrei Rublev” en blanco y negro y formato panorámico anamórfico. El film está rodado en los lugares en los que el monje vivió realmente, ambientes rurales que la cámara de Tarkovsky capta con un extraordinario realismo. El esfuerzo de producción, a nivel de localizaciones y vestuario, fue enorme, pero el resultado es magnífico, logrando trasladar al espectador a aquélla época y tierra tan lejana con total verosimilitud. Técnicamente, la labor de Yusov en la iluminación es absolutamente irreprochable.
El aproximamiento es absolutamente naturalista, muchísimo más en la línea de sus colegas de la nouvelle vague francesa o de Sven Nykvist en Suecia, que en el de los operadores del blanco y negro tradicional Hollywoodense. Es cierto que la tenue luz rusa, una vez se supera la limitación que supone la escasa duración de cada día, es un regalo para el operador, con su suavidad y constancia (muy diferente al sol de otras latitudes, mucho más intenso y duro y mucho más cambiante), pero sea como fuere, lo cierto es que Yusov se las ingenia para prescindir en casi todos los exteriores de grandes unidades de iluminación artificial para moldear a los actores o rellenar las sombras, de ahí que las imágenes tengan una riqueza y autenticidad más bien propias del documental. En los interiores, a pesar del anamórfico, que siempre requiere una intensidad de luz superior, o de las múltiples secuencias en las que Tarkovsky planifica tomas en las que se ven los exteriores a través de puertas, ventanas, etc. o incluso la cámara entra a un interior, discurre por el mismo y vuelve a salir al exterior, Yusov sale absolutamente airoso del envite, pues a pesar de la necesidad de utilizar enormes niveles de luz para equiparar las exposiciones del interior y del exterior (y en algún instante, simplemente esconder las luces ya hubiera sido un logro), sus imágenes nunca pierden esa naturalidad y pureza, bien a base de luz rebotada o una fuente cenital lo suficientemente difuminada (como por ejemplo, durante la escena inicial con el juglar en la cabaña, con la cámara haciendo giros de 360 grados y el exterior visible por puerta y ventanas), con escasos instantes en los que deba emplear luz dura y dirigida sobre los actores. La pericia de Yusov es tal, que incluso cuando tiene que simular luz de velas, aunque lógicamente recurre a fuentes de iluminación artificial y niveles relativamente altos, sus imágenes mantienen la correcta dirección de la luz y de las sombras y un aspecto más que razonable, teniendo en cuenta las limitaciones de ópticas y emulsiones. E incluso se permite el lujo de fotografiar unos cuantos interiores que simulan una única fuente de luz suave y lateral, a lo Veermer. Por supuesto, tampoco hay que olvidar que no sólo hay oficio y técnica en su trabajo, sino verdadera inspiración en múltiples escenas que hacen uso de la niebla o el humo en exteriores, captando maravillosas imágenes brumosas, o durante la escena en que Andrei descubre el ritual pagano, rodada en la hora mágica, con decenas de antorchas en pantalla, o durante el capitulo final, durante la fundición de los metales, secuencia en la que de nuevo sorprende dónde escondió sus luces Yusov, o cómo logró que el material recién fundido, todavía incandescente, llevara realmente a cabo el trabajo de iluminación.
Sin embargo, si Yusov aunaba técnica y talento, resulta dificil describir la puesta en escena de Tarkovsky, incluso sin pretender abarcar el significado de la misma y reducirlo a lo formal. La película parece derrochar medios (o en el caso de una producción de la URSS, un fuerte apoyo logístico), con escenas de masas soberbiamente coreografiadas, grúas para mostrar el paisaje y hasta parece que utilizaron un dispositivo similar al empleado por Sergei Bondarchuk en su versión de “Guerra y Paz”: un gigantesco brazo mecanizado que se elevaba al cielo y permitía pasar desde planos detalle en el suelo hasta colosales planos cenitales (ver al respecto la majestuosa secuencia de la campana). Las composiciones de imagen son magníficas en todo momento, con un soberbio dominio del ancho de la pantalla, pero sobre todo, más allá de la espectacularidad de las citadas grúas, lo que llama más la atención son las múltiples tomas que hacen uso de largos planos secuencia en cada uno de los capítulos en los que se divide la cinta, que demuestran un colosal sentido de la puesta en escena y una arrolladora narrativa visual. También es curioso constatar la diferencia entre las ópticas anamórficas occidentales y los diseños soviéticos: desde luego, estos últimos no estaban a la altura de los diseños norteamericanos, con evidentes distorsiones de barril, deformaciones en los extremos y tendencia a captar destellos, pero es que además, se utiliza con relativa frecuencia –aunque con gusto- una lente zoom con el adaptador anamórfico en el frontal (posiblemente el Foton 37-140mm, f/3.5), al contrario que en los diseños occidentales.
Sin embargo, por supuesto, lo más recordado y lo que distingue a “Andrei Rublev” de cualquier obra de corte épico –dimensión que Tarkovsky aparentemente trata de rechazar- es la especial sensibilidad con que está filmado el film, capaz de aunar grandilocuencia con el intimismo necesario para llegar al interior de los personajes. Aunque todo el metraje está plagado de instantes de enorme fuerza y significado visual (considérense al respecto, a modo de ejemplo, el plano con el tejado ardiendo en primer término y la iglesia detrás, como si ésta estuviera en llamas, anticipando lo que ocurrirá después, la brillante recreación de la crucifixión de cristo ¡en la nieve!, la aparición de los cisnes a cámara lenta durante el ataque tártaro, o los caballos en el plano que cierra el film), en general, lo que interesa al cineasta ruso es la conexión entre la vida humana (naturaleza o medio donde se desarrolla, fe y pecado) y la expresión artística condensada en el personaje central, de ahí que lleve a cabo una idea tan simple como efectiva: la vida del monje, con sus miedos, inquietudes, sufrimientos, etc. está narrada en blanco y negro, pero sin embargo, la obra del artista, sólo mostrada en el epílogo, es decir, lo que ha trascendido del mismo, aparece en un glorioso color. El resultado global del film, por sus formas, fondo y significado, es rotundamente exitoso, lo mismo que se puede decir del extraordinario trabajo de Vadim Yusov, comparable bajo toda circunstancia al mejor de los mejores, tanto en técnica como en inspiración.
Título en España: Andrei Rublev
Año de Producción: 1966
Director: Andrei Tarkovsky
Director de Fotografía: Vadim Yusov
Ópticas: Lomo Square Front Anamorphics
Formato y Relación de Aspecto: 35mm anamórfico (SovScope), 2.35:1
Vista en Blu-ray
© Ignacio Aguilar, 2012.