anderson
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Novena película del cineasta californiano Paul Thomas Anderson, que como viene siendo habitual en las últimas, se trata de una película de época, en este caso ambientada a comienzos de la década de los 70 (en torno a 1973) en el valle de San Fernando en Los Ángeles, de donde es originario el director. De manera que, al menos en parte, se trata de una película autobiográfica, por lo menos en lo que se refiere al retrato de época, aunque si bien parece ser que el argumento es más bien una amalgama de anécdotas que le sucedieron a otras personas cercanas al realizador. Con este film debuta Cooper Hoffmann, hijo del desaparecido y habitual del cine de Paul Thomas Anderson, el gran Philip Seymour Hoffmann, que hace un buen papel y una pareja junto a Alana Haim en los papeles principales. El problema es que el argumento (una peculiar visión del amor adolescente) es demasiado inconexa y la trama acumula situaciones, referencias cinéfilas y fugaces apariciones (Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits, Benny Safdie…) sin tener un rumbo claro ni un arco dramático-narrativo. El resultado es, por consiguiente, un fresco interesante, pero alargado, quizá deforme en su estructura, en el que las partes suman más que el todo.

Extraño giro en la carrera del guionista y director norteamericano Paul Thomas Anderson, que en su cuarta película decidió apartarse de la gravedad de las tres anteriores (“Sydney”, “Boogie Nights” y especialmente “Magnolia”) y dio el papel protagonista del film al cómico Adam Sandler, generalmente identificado con un tipo de cine radicalmente diferente al de Anderson. Sandler interpreta a un joven empresario con un carácter pasivo-agresivo, que es dominado por sus hermanas y tiene brotes de extrema violencia en situaciones insospechadas. Además de comenzar a salir con una compañera de trabajo de una de sus hermanas (Emily Watson), Sandler tiene problemas a raíz de haber llamado a una línea erótica y haber dejado sus datos personales, lo cual da pie a una serie de giros cuando además es víctima de un intento de extorsión. Los resultados son extraños pero brillantes, pues el film raramente camina sobre un terreno firme, sorprendiendo constantemente al espectador con su energía y su poco ortodoxo desarrollo. Philip Seymour Hoffman interpreta al personaje que se haya detrás de la extorsión.

Monumental film de Paul Thomas Anderson, quien después del éxito de “Boogie Nights”, con tan solo veintinueve años estrenó este denso drama de más de tres horas de duración que se unió a una de las modas de los años 90, popularizada por gente como Robert Altman y Quentin Tarantino: la de las historias cruzadas, aunque en el caso de la presente obra, el autor bien claro deja desde el comienzo que todo es casualidad (o no). Son varios los personajes que se mueven en el valle de San Fernando (California) e interactúan entre sí: desde una mujer drogadicta (Melora Waters) que no quiere ver a su padre (Philip Baker Hall), presentador de un famoso programa de televisión cuyo productor (Jason Robards), se muere de cáncer y desea reunirse con su hijo (Tom Cruise) al que abandonó, pasando por un policía (John C. Reilly) con deseos de ayudar a los demás, o por un antiguo niño prodigio (William H. Macy) del mismo programa de televisión, ahora caído en desgracia, o la mujer del moribundo (Julianne Moore), quien se da cuenta de su amor al ver tan de cerca a la muerte. “Magnolia” es un increíble fresco de personajes con un drama interno muy profundo (no sorprende que Ingmar Bergman fuera fan) que pone de relieve el increíble talento de Anderson para escribir, dirigir a sus actores y plasmar el guión en imágenes, con una contundencia y madurez impropia de alguien que no había llegado de los 30, lo que a punto de cumplirse veinte años de su estreno, la convierte en un absoluto clásico contemporáneo.

Tan fantástica como libre adaptación de una novela de Upton Sinclair, que en manos del cineasta californiano Paul Thomas Anderson, se convirtió en una de las grandes películas de su década. Por supuesto, el film también le debe mucho a la magnética presencia de Daniel Day-Lewis en el papel principal, que curiosamente hace que éste sea un film prácticamente sobre ese personaje, cuando el cine anterior de Anderson había destacado precisamente por ser absolutamente coral. En cualquier caso, el argumento gira en torno a los primeros buscadores y explotadores de petróleo de los EEUU, siguiendo a Daniel Plainview (Day-Lewis) desde sus inicios como buscador de oro. Tras un accidente mortal de un compañero, adopta al bebé de éste como hijo propio y juntos comienzan a comprar tierras y explotarlas en busca del oro negro. Pero la codicia, envidia y dificil carácter del ambicioso Plainview, así como un desgraciado accidente, hará que la relación padre-hijo se vuelva tormentosa, al igual que también lo es la relación de Plainview con el guía espiritual de la zona (Paul Dano).

Octava película de Paul Thomas Anderson, el cineasta californiano (otrora joven prodigio) autor de títulos emblemáticos como “Boogie Nights” o “Magnolia”, que aquí sigue la senda del interés en hacer un tipo de cine diferente, algo que ya inició con títulos como “There Will Be Blood”, “The Master” e “Inherent Vice”, aunque los resultados del presente son muy superiores a los de este último, quizá el peor de todos los firmados por Anderson hasta la fecha. Como nos tiene acostumbrados Daniel Day-Lewis, la película versa sobre el personaje que éste encarna, con el actor una vez más convirtiéndose en el mismo: ambientada en Londres en los años 50, el actor interpreta a un modisto que hace vestidos para las damas más distinguidas e incluso la realeza británica, pero tiene una vida llena de contradicciones. Un día conoce a una chica (Vicky Krieps) que trabaja de camarera en un restaurante y, tras invitarla a cenar, la convierte en su musa y amante, con la creciente dicotomía de si entregarse a su amor o bien continuar con su monacal dedicación al trabajo, siempre bajo la atenta mirada de su hermana (Lesley Manville). El Anderson de “Phantom Thread” carece de la chispa e incluso de la garra y frescura de sus primeros trabajos, que son (conscientemente) sustituidos por una narrativa seria y severa que lo empajera más con Bergman o Kubrick que con los Scorsese o Altman con los que siempre se le comparó. Day-Lewis realiza su habitual y excepcional labor en un film cuyo interés y dramatismo avanza notablemente a medida que pasan los minutos, hasta alcanzar un final glorioso, perverso e inesperado, todo ello bajo la portentosa partitura de Jonny Greenwood.

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